
Las tierras áridas o secas no gozan de la misma buena imagen que las zonas boscosas. Su apariencia poco exuberante y aspecto un tanto desgastado las relega a un segundo plano en el imaginario colectivo. Sin embargo,
prácticamente la mitad de la superficie terrestre (dos tercios del territorio de España) son tierras áridas. Es más, estos ecosistemas tienen un
papel clave en el equilibrio global de carbono, siendo reservorios de extraordinario valor.
El rasgo esencial de la zona árida es el hecho de que la precipitación anual no alcanza a cubrir las pérdidas causadas por la evaporación superficial y la transpiración de las plantas. Al permanente déficit hídrico se le suma una distribución irregular de las lluvias, dando lugar a episodios recurrentes e impredecibles de sequías y diluvios torrenciales. Las tierras secas o áridas, que se clasifican en subtipos (subhúmedo seco, semiárido, árido e hiperárido),
abarcan un gran rango de ecosistemas. Desde eriales y arbustos, hasta bosques
xerofíticos (como acacias al borde del Sahara), pasando por sabanas y desiertos fríos y cálidos, que
albergan algunas de las formas de vida más extremas del planeta.
En estos amplios territorios
viven 2.000 millones de personas y pasta la mitad de la ganadería mundial. Las especies vegetales y animales que conforman estos hábitats son producto de un proceso de adaptación a la errática y escasa disponibilidad de agua. En nuestro país, una de las expresiones más características de las zonas áridas son los
matorrales, plantas de pequeño porte que prosperan en estepas, altiplanos y relieves con suelos de escaso espesor y muy pobres en materia orgánica.
Este paisaje de matojos (como vulgarmente se denominan) es en muchos casos
el último bastión antes de llegar a la degradación absoluta: los desiertos. Su existencia es de vital importancia para proteger al suelo de la erosión, facilitar la redistribución del agua de lluvia y aumentar las tasas de infiltración. Además tienen un papel clave en el intercambio de carbono que se produce entre el suelo y la atmósfera. En lugares con vegetación abundante, la actividad fotosintética hace que se fije más carbono del que se emite. Sin embargo, en los
drylands o tierras secas este balance está al límite. Los
matojos evitan que se produzca una emisión mucho mayor de carbono a la atmósfera.
En algunas regiones, como es el caso de España, el hecho se agrava debido a que gran parte de las zonas áridas coinciden con
sustratos calizos, especialmente ricos en carbono. En ellos, el agua diluye los sustratos haciendo que
las emisiones de carbono sean enormes.
Los matorrales son el tipo de vegetación que gasta menos agua y en muchos casos no son sustituibles. Repoblaciones con especies inadecuadas pueden alterar el equilibrio hídrico y que el monte se seque. La desaparición de manantiales naturales debido a una tasa de consumo hídrico excesiva es un claro efecto de este tipo de repoblaciones.