La historia del árbol más
solitario del planeta es una historia curiosa si no fuera por la profunda
tristeza que provoca. Tampoco es reciente. Era la única acacia en 400 kilómetros a la
redonda. Sobrevivía en el desierto del Teneré, en Níger. Pero ya no existe.
Teneré significa en el idioma
tuareg “el desolado, y es el desierto del desierto del Sahara, su área central
y más árida. Allí donde la vida es prácticamente imposible subsistía el
desamparado árbol, el último superviviente de los viejos bosques que durante
milenios poblaron las ataño fértiles llanuras del Sahara, expulsados por la
sequía de un desierto en implacable avance. Era faro natural en medio de un mar
de arena, punto de referencia obligada para las caravanas de camelleros,
emblema de vida en mitad de un paisaje de muerte. Su secreto estaba en la
potencia de las raíces, capaces de llegar hasta un pequeño acuífero fósil
localizado a 35 metros
de profundidad. Incluso florecía todos los años, en un intento desesperado por
perpetuarse tan inútil como maravilloso.
Pero llegamos nosotros y nuestros
locos cacharros. 25 años después de descubrirlo para el mundo occidental, el
explorador y etnólogo francés Henry Lhote se encontró en una segunda visita con
que un camión le había desgajado uno de sus dos troncos. Y no se lo podía
creer:
“El tabú, el árbol sagrado, el
único a quien ningún nómada osó haber herido con sus propias manos… este árbol
ha sido víctima de un golpe mecánico”.
Parece imposible chocar contra el
único obstáculo en cientos de kilómetros, con todo el espacio del mundo para
esquivarlo, pero ocurrió. Y no una vez, sino dos. La segunda fue la definitiva.
En 1973 un camionero libio,
presuntamente borracho, embistió accidentalmente la acacia acabando con el
símbolo de los tuaregs. Sus restos pueden verse ahora en la capital de Níger, a
modo de triste monumento. Mientras, en su lugar original se levanta un árbol
metálico apoyado en bidones de combustible, triste caricatura artística del
avance avasallador de nuestra civilización.
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